Ser peludo me desanimaba. Mirarme al espejo equivalía a localizar algún pelo que arrancar. “Este es distinto. está demás” me decía procurando reducir la tensión.
A mis 20 años, pensando que solucionaba algo, le echaba la culpa a mis viejos por mi genética.
Llegué a editar una foto con la intención de colocarme ojos de color azul.
El diálogo interno era una infinita queja caprichosa: pelos por doquier, brazos con muchas venas, cejas muy gruesas. Todo era un drama.
No es de extrañar que ganabas la atención de los gays; comunicabas que rechazabas tu masculinidad.
Años más tarde te animás, largás todo a la mierda y te vas del país.
Te mudás a Münich.
Tus amigos son una fiesta.
Te visitan en el Oktoberfest.
Está lleno de mujeres escotadas.
Pensás que te las vas a garchar a todas.
Pero no sucede.
Te comiste el casette de que eras lindo e inteligente.
Te das cuenta que no sos especial.
Lo único que terminás garchando es a tu mano. Te garchás a vos mismo.
Tu ego se derrumba cual casita de cartas.
Estás adentro de un pozo.
Pasa el tiempo.
Está cada vez más oscuro.
Te das cuenta.
Dejás de cavar. Empezás a buscar.
Encontrás cosas que no sirven.
Seguís insistiendo.
Identificás un problema.
Y empezás a encontrar soluciones.
Dejás de ser un patético nene de mamá y te hacés cargo de tu vida.
Empujás el umbral del dolor.
Pasás a la ofensiva.
Le aflojás a la marihuana.
Iniciás tu ataque contra la gratificación instantánea.
Transformás tu curiosidad. La convertís en tu mejor aliado.
Aprobás tu naturaleza primitiva y cavernícola.
No era nada serio.
Crecer es dolorosamente entretenido.
Le vas a encontrar la vuelta.
Ya identificaste al próximo enemigo.